Cuento corto 53 — ¿Quién llama?

Jesse Avilés
6 min readOct 21, 2023
Una avispa observa desde la entrada del avispero.

“Pero, ¿y esta gota? Ya había sellado la manga. Déjame arreglarlo ahora.” Salió de la ducha, buscó las herramientas y la cinta para sellar la gotera. Miró por la ventana en su camino de regreso mirando el flamboyán envuelto en oscuridad. Se mecía suave. Algo en ese movimiento captó su atención. Era como si el árbol estuviera bailando en vez de mecerse con cualquier viento. Peyo se acercó con curiosidad a la ventana y miró alrededor del árbol. Al revisar el árbol nuevamente lo encontró meciéndose al compás del viento. “Mano, o estoy cansado o alguna cosa que vi o leí jugó con mi cabeza.”

Mientras desenroscaba la manga vio que se alumbró la pantalla del celular. “A esta hora, mami o Nala.” Mirando la pantalla vio que el número era privado. Dejó que fuera al buzón de voz y continuó arreglando la manga. Mientras se duchaba, el teléfono sonó. Se apuró un poco pues a esta hora se supone que no sonara excepto por ellas dos. Revisó el teléfono, vio que la llamada era de un número privado y que tenía un mensaje de voz.

Revisó el mensaje y escuchó la voz de una mujer anciana. “Déjame un plato con dos frutas en el flamboyán.” Perplejo, revisó el mensaje nuevamente. “Por segunda vez, déjame un plato con dos frutas en el flamboyán.” Dejó caer el teléfono y fue a la ventana. Todo continuaba como hacía unos minutos. Miró a todos lados con detenimiento y logró observar algo detrás del árbol. No estaba muy seguro, pero parecía un arbusto. “Yo no me acuerdo que eso estuviera ahí.” Fue y buscó una linterna. Al alumbrar no encontró ningún arbusto ni nada que no recordara.

Una vez más tomó el celular y escuchó el mensaje. “Peyo, no te lo repito una vez más. Tengo hambre. Deja las frutas como te dije y no te olvides de lavarlas.” Peyo sintió un temblor apoderarse de su cuerpo. El temblor no se detuvo por más que trató así que fue a la cocina. Tomó dos frutas y las lavó cuidadosamente. Las secó y colocó en el plato. “¿Las corto y las pelo? Mejor las dejo así. Deja apurarme.” Con el corazón a galope y la boca seca abrió la puerta. Utilizó la linterna para alumbrarse y caminó hasta el flamboyán. Cualquier ruido de la noche lo sobresaltaba, si es que eso fuera posible. Miró a todos lados, escogió un lugar y dejó el plato. No se atrevió a esperar ni decir nada. Entró a la casa. Revisó el celular nuevamente y vio que el mensaje de voz había desaparecido. Ni miró por la ventana. Se metió a la cama y se tapó de pies a cabeza. En algún momento se quedó dormido.

El color del día era pleno en el cuarto cuando abrió los ojos. Se levantó de un brinco. “Estoy tarde. “¿Qué hora es? Mami no llamó.” Buscó el celular para ver la hora y notó que tenía un mensaje de voz. Se quedó frío sin atreverse a revisarlo recordando de golpe la noche anterior. Fue a la ventana y miró hacia el flamboyán. No había ningún plato, arbusto o algo fuera de sitio. Revisó el mensaje y vio que era de su madre, de la noche anterior. Le decía que los planes de hoy se habían cancelado. Confusión por no haber escuchado el teléfono y alivio por no haber estado tarde corrieron por su mente. Luego de prepararse entró a la cocina y vio el plato con los restos de dos frutas en el fregadero. Un escalofrío que le paró los pelos de la nuca recorrió su espalda. La única razón posible para esto que veía es que él se había comido las frutas y no se acordaba. Sin pensarlo mucho más, apuró el paso y fue a casa de su madre. Regresó en la tarde una vez los nervios se le aquietaron.

Según las sombras se alargaron fue encendiendo todas las luces de la casa. Su casa se convirtió en un faro terrestre y observaba su celular cada varios minutos. En ningún momento se alumbró con una llamada desconocida o el ícono de un mensaje críptico. Llegó el momento de dormir, pero no apagó ninguna de las luces. Solo cubrió sus ojos.

Al despertarse al otro día se encontró con que las luces estaban apagadas. Se le nubló la vista momentáneamente y sintió su estómago encogerse. Miró a su alrededor buscando algo que le sirviera para defenderse. Sin encontrar nada tomó su teléfono. Al observarlo lo soltó como si fuera un pedazo de carbón encendido. Una notificación de un mensaje de voz palpitaba con la misma intensidad con la que su corazón cabalgaba.

“No me gusta que dejes las luces encendidas. No lo hagas de nuevo ni me desafíes. Búscame un traje. No importa el estilo o el tamaño, solo que te guste. Déjalo en el flamboyán esta noche. Deja también una flor que cortes tú mismo. Toma un pañuelo y colócalo contra tu pecho todo el día. Déjalo con el traje y la flor.”

“¿Qué está pasando? Alguien me está jodiendo. ¿Pero cómo? No no no no no no. No voy a hacer nada de eso. Quién sea que está haciendo esto está bien enfermo.” Siguió con su día, pero su concentración estaba destruida. Hacía las cosas de manera automatizada. Sus conversaciones fueron pocas y secas. Solo pensaba en que no buscó el traje ni la flor o el pañuelo. ¿Quién era esa señora mayor que le dejaba los mensajes? Peor aún, parecía que habían entrado a su casa, pero él no había encontrada nada forzado. Esta noche dormiría con un bate al lado, por si acaso.

Al caer la noche revisó cada entrada de la casa y la aseguró. Colocó el bate donde pudiera alcanzarlo sin problema y se acostó. El sueño tardó en llegar en parte porque no quería quedarse dormido. Se despertó con un grito. Un dolor que provenía de su pie le hizo acurrucar su pierna de manera instintiva. Sacó el brazo buscando el bate sin éxito. Encendió la pequeña lámpara de su celular e iluminó su cuarto. El bate estaba partido en dos en el piso. Su pie tenía marcas de una mordida, aunque no había sangre. Tomando un pedazo del bate en cada mano salió del cuarto. Revisó toda la casa sin encontrar nada. Dejando el bate destruido tomó el cuchillo más grande que encontró y salió al flamboyán. No encontró arbustos ni hojas fuera de sitio. Ni siquiera el cantar continuo del coquí se escuchaba. Ahora que ponía atención el único sonido provenía de su respiración. Su valentía momentánea le abandonó y solo le dejó manos temblorosas. Sintió como sus pupilas se abrían de miedo y dio un paso atrás. Un viento se levantó. Se sentía más cálido de lo normal, como un soplido caliente que sale de una boca. Le recorrió los pies y se le metió por dentro de la ropa. Sintió como si el viento lo manoseara y nauseas evitaron que se congelara de pavor. Entró corriendo a la casa y escuchó una voz salir de su celular. “Mañana no olvides lo que te pedí. Si no lo haces tendré que llevarme uno de esos deditos tan sabrosos que acabé de probar.”

Pasó el resto de la noche en vela, con café como combustible. Al llegar la mañana marcó el número de su madre.

“Hola Peyo.”

“Mami, algo bien extraño está pasando. Anoche alguien estuvo en mi casa y me atacó. No me atrevo a llamar a la policía porque parece de locos.”

“Peyo,” respondió una voz que no era la de su madre. “No me gusta que hables de mi. Recuerda lo que te dije.”

Peyo enmudeció. Se quedó quieto por un rato. Se levantó y buscó un pañuelo. Esa tarde llegó a su casa con el traje y la flor. Sacó el pañuelo que cargó todo el día y lo dobló con cuidado. Colocó todo cuidadosamente en una bolsa de regalo y esperó. Antes de irse a dormir fue al flamboyán y dejó el regalo. Esa noche durmió. Al día siguiente solo recibió un mensaje que decía simplemente: “Descansa.”

Había pasado un mes desde el último mensaje. Peyo se acostó en la oscuridad y como se había vuelto costumbre tardó más de una hora en poder dormirse. Se despertó al sentir algo sobre su abdomen y una voz conocida que le susurró al oído: “Peyo.”

https://youtu.be/h_a0iMrMk-A

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Jesse Avilés

De vez en cuando escribo historias cortas. Las historias bailan entre dos lenguas e imágenes capturadas por una cajita.